sábado, 26 de noviembre de 2011

Levitadores magnéticos


Ya era oficial. Había llegado el invierno. Llevaba meses enfrentándose al pánico de la hoja en blanco desatendiendo a las verdades que sólo conocía su libreta. Ni siquiera ella era consciente cuando se vio obligada a cambiar la razón del to be or no to be de Shakespeare, por la lucha del sentir o no sentir de su mente. No lograba concentrase y su inspiración se había desvanecido con el viento del desierto que le arrastró hacia las dunas del sur del país. La última vez que se vieron cruzaban la frontera del otoño. No se creyó que le habían secuestrado hasta que logró acceder al campamento y vio con sus propios ojos, que las noticias que llegaban desde El Ministerio de Exteriores eran ciertas. Ella corrió y logró escapar mal esquivando a la guerrilla. Hay fórmulas matemáticas que no responden al número que llevamos dentro por muchas combinaciones que hagamos. Sólo la teoría del big bang que dio origen a su universo, explicaba la ley física que les unía. Y por eso ella mantenía la esperanza de que siguiera respirando, aunque pasaran las estaciones sin mencionar la desaparición en sus conversaciones.

Estés donde estés, tengo que contarte algo antes de que sea demasiado tarde. Una mañana de dos inviernos antes me desperté a escondidas llamándote para despedirme. Un mediodía de dos primaveras antes, me desperté vomitándote entre colillas y latas de cerveza vacías pisando la guitarra que el día anterior acompañaba sus letras. Una tarde de dos veranos antes me desperté soñando que abandonaba esta ciudad sin brújula. Tengo que contarte algo antes de irme de este lugar sin lluvia. Nunca son como te quiero.
Los gritos al otro lado de la habitación le recordaron que no estaba sola y mientras repartía el peso en la última bolsa, intentó sacar los cascos imaginarios para cantar la última canción.... pero no lograba recordar como seguían las notas. No te escondas haciéndome desaparecer arrastrando tus miedos –gritó antes de que volviera a huir cerrando de un portazo esa puerta reluciente-. Si no me ha matado ya, nadie lo hará.
Caminó sin rumbo hasta desaparecer entre la muchedumbre. Sin darse cuenta recuperó las horas de sueño en el césped donde solían jugar al escondite despistándose detrás de los árboles para no leerse las verdades que replicaban. No sabía en qué calle estaba cuando esa niña de rizos negros y mirada intensa empezó a cantar písame por encima y mátame a los conductores que no respetaban los pasos de cebra. No debía de tener más de 5 años. Sus hermanas repetían los gestos mientras bailaban desafiando a los coches en mitad del cruce. Al principió las miré sorprendida y las esquivé, pero cuando su madre se dirigía hacia a ellas dispuesta a echarles la bronca, no pude evitar dar media vuelta y unirme al corro imitando su inocencia que, en mi caso, daba por perdida. Bailé con ellas hasta que los coches se impacientaron con insoportables pitidos. Su madre no salía de su asombro y yo me retiré de nuevo sin despedirme. Recuperó pronto la conciencia pero no dejaba de darle vueltas a cómo esas niñas pronunciaban la palabra “mátame” sin tabúes y sin miedo mientras ella se empeñaba en resucitarle inmóvil atada a esa silla.
Tengo que contarte algo. No. No dejes de respirar. Hoy tampoco serás ceniza. No soy yo la que me voy. A mí no ha venido a buscarme todavía pero un día llamará a mi puerta y a la tuya... y a la suya también. No hay escapatoria posible. Ese día dejaremos de bailar. No importará que tengamos 50, 65, 70, 90 o incluso 100. Él, sólo 42, 12 años menos que la edad que juntábamos cuando nos conocimos. Ahora sumamos 58, casi rondamos los 60 y dentro de poco podremos utilizar el abono de la tercera edad para no tener que colarnos.
La noche en que cambiaba de estación, volvieron a encontrarse en sueños plagados de escenarios reales. Se les olvidó adelantar el reloj y le arrebataron a la luna sus horas envueltos rozando sus pieles, recordando sus olores. Estaba a punto de amanecer. Cuando llegó el alba apretó su mano, cerraron los ojos y corrieron sin tropezarse. Conocían hasta el último detalle de ese callejón aunque con los años había cambiado el brillo de sus paredes y el suelo resplandeciera sin una sola mancha. Siguieron hasta el final del túnel pero sus sonrisas y caricias se cortaron de golpe. Me preguntaste “¿Qué es esa luz? Me deslumbra y apenas puedo verte” –“Ha llegado tu hora. Ya puedes cruzar” –le contesté-. “Prométeme que en tus horas de sueño nos convertiremos en levitadores magnéticos- me dijo mirándome a los ojos- “Siempre” –le contesté. “Será nuestro secreto”. Estrujé con toda mi fuerza sus manos y me costó soltarlas y vencer el miedo que nublaba la esperanza de volver a verle con vida, pero no podía retenerle más tiempo en el limbo. Al fin y al cabo, era imposible arrebatarle a la muerte lo que era suyo. Al despertar interrumpieron mi sueño de abrazarle. El sol brillaba con intensidad. Sabía que era él riéndose de lo complicado que resulta ensuciar de tinta hoja tras hoja intentando explicar algo que nunca ha sucedido. Me había perdonado. Entonces supe que los periódicos, por muy sensacionalistas que fueran, no mentían cuando anunciaron que sus restos habían aparecido en el Desierto y yo ya no podía regresar a recuperarlos porque no le devolvería la existencia.

Ya era oficial. Había llegado la primavera.