jueves, 25 de noviembre de 2010

Brindemos

Hacía una estación que no se volvían a ver. La última vez era verano. Todavía... Ella fue su invierno, o quizás él el suyo. Por fin solos. Rodeados por el ruido de las gotas que no cesaba pero tú y yo, al fin y al cabo. Yo, me quedé taciturna en ese momento. Él, pensaba en su teléfono, que no sonaba. Ella, te buscaba bebiéndose las noches de alguna ciudad. Nosotros, nos recorrimos la calle buscando el último bar que nos sirviera la penúltima cerveza. Nosotras, seguíamos sin coincidir. Vosotras, atónitas, permanecíais al lado. Vosotros, nos seguisteis. Ellos, desaparecieron y ellas, no salieron ¿Y tú? ¿Dónde estabas tú mientras escampaba?

Entonces se colaron en mi memoria los días lluviosos en aquel patio de colegio. Mientras el resto de los niños se resguardaba de las gotas en ese salón de actos viendo películas de final feliz, nosotros nos escapábamos. Vuelvo a olerte y a sentir tus manos apretadas por las mías convenciéndote y casi obligándote a saltar aquellas viejas rejas de hierro oxidadas que nos devolvían al mundo exterior. “Venga. No te lo pienses. No nos pillarán. Hoy será el último día. Lo prometo”, pero yo cruzaba los dedos y aquella escena se repitió los días lluviosos de otoño, invierno y primavera. En verano el cielo estaba despejado y no había clases. Esas vacaciones fui a Croacia y luego a Bosnia. A diferencia de otros años, me apetecía volver al colegio porque sabía que nos esperarían las tardes deslizándonos sobre la nieve y volveríamos a invocar a las gotas cantándole al cielo:
“Que llueva, que llueva,
la Virgen de la Cueva,
los pajaritos cantan,
las nubes se levantan,
¡Que sí, que no,
que caiga un chaparrón!”

¿Cómo no me va a asustar el sol si fue la primera canción que me enseñaron? Ese año empezó con un calor insoportable y la sequía ocupó páginas enteras en los periódicos. Los días soleados nos fueron distanciando y cuando por fin esas dos masas de aire de distinta temperatura deciden juntarse para provocar una fuerte tormenta, apareces tú con ese paraguas. Todavía recuerdo el fuerte ruido de los truenos y el reflejo intenso de los relámpagos asomándose por las ventanas del aula. Tuve mucho miedo. Cuando lo abriste para evitar empaparte, me di cuenta de que ya no éramos dos niños. Yo, sin embargo, me había quedado un curso atrás a pesar de que los libros contenían nueva materia. No volvimos a compartir pupitre. Tampoco apuntes. Ya no repasábamos juntos la tabla de multiplicar ni nos repartíamos los libros que más tarde nos contaríamos. Por primera vez, suspendía matemáticas. Sin tus explicaciones, no lograba comprender los porcentajes. Era tu asignatura preferida y siempre nos ponías de ejemplo para que pudiera comprenderlos. Convertía las tardes en interminables fingiendo que no te entendía y tú repetías una y otra vez “Si esto es una tarta y yo me como el 40% ¿Cuántas porciones quedan?” Pusieras el ejemplo que pusieras, la respuesta siempre era el 60%. “El 60%” - me reía-. Ese número se clavó en mi memoria durante meses. Pero esos momentos se desvanecieron con el viento cuando apareciste con ese maldito paraguas. Una mañana me escondí en el baño y esperé a que todos se fueran al recreo para entrar en clase y destruirlo. Pensé que si lo rompía todo volvería a ser igual. Tú nunca me perdonaste y, al día siguiente, trajiste otro igual. Conocí a gente de otras clases para seguir mojándome los días lluviosos pero no era lo mismo. No me constipaba y le faltaban colores al arco iris. Cuando llegaba a casa, todas las noches desde que aparecí en esta ciudad, mi padre postizo me acostaba y me decía qué tenía que soñar según las vivencias de ese día. Cambié las reglas y durante semanas le obligué a decirme que tenía que soñar “volver a compartir pupitre”. “¿Otra vez? Ya lo soñaste ayer”. Yo, te seguía sin ver. Tú ni siquiera te dabas cuenta de que cada día entraba en clase con los ojos hinchados y rojos. Y lo peor, estabas tan adaptado y tan feliz con tu nueva vida... No te había visto antes sonreír tanto. Te preguntaba, le pasaba notas a mi amiga para que te las diera durante las clases de latín pero no recibí ninguna respuesta ni me diste la oportunidad de explicarte por qué te rompí el protector de agua. Evadías mis miradas y supe por qué no te querías sentar a mi lado. Todavía escucho vuestras risas mientras susurrabais “Ahí llega la loca hablando sola” ¿Con quién si no? Eras el único que daba sentido a mis palabras. Cuando cumplí 18 años me dijo que ya era mayor de edad y me amenazó con no volverme a decir qué debía soñar. Menos mal que al ver que los sueños se convertían en repetidas pesadillas lo alargó unos meses más. Hasta febrero. Me acuerdo porque, mientras me iba acostumbrando a no soñar, empezaste a faltar al colegio. Pensaba que estabas enfermo pero a la semana siguiente el tutor nos informó de que te habías cambiado de centro. Ése fue mi día uno. No respirar el mismo aire que tú, me asfixió. Para encontrarme recorría la avenida que unía tu casa al colegio. Me inventé que iba a clases de gimnasia rítmica para justificar cada día mi retraso. No volví a ser la misma. Ahí comencé a sentir que había llegado mi mayoría de edad. Yo tampoco era una niña ya. Llegó otro verano y después la universidad. Dejé de lado los números y empecé a dedicarme plenamente a la combinación de palabras. Cuando nada podía ir mejor ahí estabas tú, sentado en aquel bar, liándote un cigarro. “Demasiadas coincidencias para no ser de aquí” –pensé-

- ¿Qué dices? Si no me he movido ¿Estás bien?
- ¿Qué? -Cuando aterricé me di cuenta de que estaba pensando en alto –Perdona ¿Qué me contabas?
-Estábamos buscando el último sitio
- Es verdad. Por fin solos.
- Ya no. Vienen detrás.
- Demasiado tarde. Tenemos compañía.
- Vamos todos a este mismo.
-Brindemos