martes, 11 de enero de 2011

Y............

Es la pregunta que más he escuchado en los últimos días pero, para mí, no era una novedad viajar a la ciudad de los rascacielos. La última vez, hace justo un año, cuando recorrimos Manhatan disfrazados de Nickie Ferrante y Terry Mckay imitando los pasos que encarnaban Cary Grant y Deborah Kerr en el clásico Tú y yo. La idea de volver a pasear por sus grandes avenidas sin rumbo alguno y sin tu brújula que nos guiaba, me asustaba. Los especialistas me diagnosticaron a la vuelta agorafobia, pero yo, que ya sabes que me encanta inventarme los términos, prefería llamarle miedo a las alturas, en vez de a los espacios amplios. Dejar de vivir del recuerdo de esos edificios me aterraba. Por eso cuando me lo propuso acepté como terapia regresar a esas calles para redecorarlas de nuevas imágenes y crear mi propia película. Lo que él no sabía es que yo ya tenía comprado el billete de vuelta, un día antes de lo previsto, para evitar de nuevo esos pinchazos que no me dejan apenas respirar. Ese día me desperté tarde para descansar. El vuelo era por la noche. Él dudaba de que yo subiera a ese avión y se pasó toda el día llamándome con un repertorio amplio de canciones imitando mi despertador. Temía que pasara por tu casa a despedirme y perderme bajo tu edredón buscando cobijo. No era fácil acceder a mis recuerdos para borrarlos y volver a dibujarlos, pero no dudé en dejarlos en esta ciudad. Al fin y al cabo me reencontraría con tus restos en la intersección de la Quinta Avenida. Cuando llegué al aeropuerto, sólo diez minutos más tarde, vi su cara de alivio: “Has venido”- me gritó desde la otra punta del mostrador-. “Shhhh, no hables tan alto”- le repliqué. Él me empujaba, tiraba de mí y corría muy deprisa. Yo sentía que mis piernas se movían por inercia. No era capaz de asimilar la información de los paneles que anunciaban que estábamos a punto de embarcar. Cuando nos bajamos del autobús que nos conducía al avión, el último baile bajo la lluvia. No paraba de diluviar: “Eres lo mejor que me ha pasado” –decía-. Yo escéptica, sonreía. Pasó todo el viaje planeando mi futuro y anticipando las bandas sonoras que adornarían el final perfecto con el que todos hemos soñado. Yo le dejaba hablar. Me parecía divertido. Cuando aterrizamos, y sin pasar por el hotel para dejar las maletas y tomar aire, tenía preparada una sorpresa para mí. Cogimos un taxi y ahí estábamos bajo el Empire State, el rascacielos más alto de Nueva York después del atentado de las Torres Gemelas “¿Ves el último piso? Te cogeré en brazos y juntos, tocaremos el cielo”. Porque el Empire State era lo más cercano al cielo que tenían en New York (…). Me tranquilizó ver que estaba cubierto de nubes. De la agorafobia y el vértigo, a la claustrofobia pero no puso ningún impedimento para subir los 102 pisos por la escalera de incendios. Cuando me ahogaba, arrastraba de mí; si me sentaba, me levantaba y cuando daba media vuelta asfixiada, tiraba de mí. Sólo quedaban 30 pisos y las vistas eran cada vez más alucinantes. Por primera vez, en el piso 99 le adelanté. Ya no había vuelta atrás. Tenía tantas ganas de llegar…. Tenía la boca seca y me metí en uno de los pisos para darle agua. No me importaba perder 5 minutos más para tocar la cima. Sus piernas empezaron a fallar pero rápido ideé un sistema de cuerdas para sujetarle y contemplar la inmensa ciudad. Cuando puse el segundo pie en la azotea del último piso grité “Por fin, lo conseguí ¡Qué vistas! Es el mejor regalo que me han hecho nunca”. Una orquesta acompañaba con violines nuestro momento. “Ssssshhhhh. No grites”- contestó a mi emoción. Cuando terminé de pronunciar la última palabra sentí su mano rozando mi espalda y me provocó un extraño escalofrío. Yo me giré y le sonreí: “No quiero moverme de aquí. Quiero seguir De Viaje por el sol”. Él me devolvió el abrazo. “Lo siento” -dijo mientras dirigió su mano contra mi espalda-. Me empujó al vacío. Mientras volaba pensaba: “Si tuviera una barita mágica me haría desaparecer”. La presión no me permitía gritar. El miedo cortó mi respiración. Y no encontré la última lágrima que me robaste en este mismo lugar. Dicen que cuando ves la luz, toda tu vida pasa por delante. Deseé con todas mis fuerzas no volver a respirar ni a sentir. Quedarme con las almas perdidas que divagan por estas manzanas y sobre todo, encontrarme con tus restos que yacían alrededor de este edificio. Es lo último que recuerdo. Perdí el conocimiento y el control absoluto de mi cuerpo. Antes de abrir los ojos noté que el sol brillaba con intensidad. Hacía mucho tiempo que no sonreía tanto y antes de recobrar el sentido me advirtió: “No te fíes de las nubes”. El ruido de las ambulancias me despertó. “Tranquila, ha sido sólo una sueño”- me decían unas voces que me resultaban familiares- “Compramos los mismos billetes para ponerte la red y que estuvieras a salvo”. “Es sorprendente” –repetía uno de los médicos “ningún rasguño”. “Es que me ha salido trapecista” contestaba ella con la misma cara que yo solía imitar.

Me levanté y las cinco cogidas de la mano caminamos hasta el amanecer.
¡Feliz año! Hemos llegado a Madrid.
¿¿¿¿¿YYYYYYYYYY???????????? – Les contesté-